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Hasta donde la carretera te guíe | El Viajero


La libertad y esa dosis extra de aventura que proporciona el turismo nómada seduce cada vez a más gente. Planificar sobre la marcha, llegar a espacios naturales alejados de los circuitos convencionales y moverse con la tranquilidad de sentirse siempre en casa. Seis inspiradoras escapadas dentro y fuera de España a cargo de expertos trotamundos para cuando podamos viajar sin límites.

Las cataratas Huka, en Nueva Zelanda.


Las cataratas Huka, en Nueva Zelanda. GETTY IMAGES

Paraíso ‘camper’ en los confines de las antípodas

Nueva Zelanda

Nueva Zelanda es un territorio lejano pero perfecto para un road trip, al contar con una amplísima red de cámpines, áreas de pernocta y unas carreteras bien señalizadas y pavimentadas. Para Manel García y Maeva Aguilera fue además una revelación, porque después de recorrer 5.200 kilómetros durante 22 días en una furgoneta de alquiler se consagraron a este tipo de turismo nómada que les ha permitido conocer mundo y servir de inspiración para los 31.000 viajeros que siguen sus andanzas en Viajandonuestravida, su escaparate en Instagram.

Recién aterrizados en Auckland recogieron una Toyota Hiace del año 2000, compraron una tarjeta sim para tener Internet en el móvil y algo de comida para los primeros días. La mejor panorámica de la ciudad la obtuvieron desde el Mount Edén, uno de los 50 volcanes que la rodean. En el GPS marcaron la península de Coromandel, en la costa noroccidental de la Isla Norte, famosa por sus bahías y playas de arena blanca. Gracias a CamperMate, una app gratuita que geolocaliza zonas wifi, baños, supermercados, lavanderías y áreas de pernocta, encontraron una zona de acampada con agua potable y letrinas frente a la remota playa de Otama, un manto de dunas cubierto de hierbas silvestres donde solo los locales acuden a pescar.

Una mujer frente al arco de piedra de Cathedral Cove, en Nueva Zelanda.


Una mujer frente al arco de piedra de Cathedral Cove, en Nueva Zelanda. GETTY IMAGES

Desde allí dieron el salto a la Reserva Marina Te Whanganui-A-Hei, mucho más concurrida al contar con una ruta de buceo excelente y, sobre todo, la playa de Cathedral Cove, famosa por ser la puerta de entrada al mundo imaginario de Narnia. Para dos adictos a la fantasía como Manel y Maeva atravesar su arco de piedra fue “un momento mágico”. Ese mismo día visitaron el Hobbiton Movie Set, una recreación de la Tierra Media de Tolkien que sirvió para el rodaje de las películas de Peter Jackson. El broche final fue una noche estrellada a orillas del lago Karapiro, en la Reserva Little Waipa, “un sitio que no sale en las películas, pero donde se está de cine. Y más cuando la acampada es gratuita”.

La visita a las espumosas cataratas Huka, que vierten 220.000 litros de agua por segundo, fue un anticipo del aguacero que les hizo comprobar que no funcionaban los parabrisas de la furgoneta. Una vez pasada la tormenta, pusieron rumbo al Tongariro National Park, patrimonio mundial con tres volcanes en activo y dos de las rutas de trekking más conocidas del mundo. Una de ellas, el Tonariro Alpine Crossing, se hace en un día (previa reserva) y transcurre entre cráteres, campos de lava y lagos color esmeralda. 19 kilómetros exigentes que no pudieron completar por culpa de la niebla y el viento.

Manel y Maeva, junto a su furgoneta de alquier, en The Catlins, una zona poco poblada al sureste de la Isla Sur de Nueva Zelanda.


Manel y Maeva, junto a su furgoneta de alquier, en The Catlins, una zona poco poblada al sureste de la Isla Sur de Nueva Zelanda.

Un trayecto en ferry por las tumultuosas aguas del canal de Cook les condujo a la isla Sur, de naturaleza más salvaje. En Kaikorua, un pueblo pesquero encajonado entre las montañas y el Pacífico, intentaron sin éxito avistar ballenas y lobos marinos. Con el dinero que les reembolsó la empresa de catamaranes por esa razón, y algo más que pusieron de su bolsillo, disfrutaron del momento culmen de su viaje: caminar por encima de un glaciar en Flox Glacier, una lengua de hielo que baja desde el pico más alto de Nueva Zelanda: el Mount Cook (3.754 metros).

Aún aguardaba otra joya natural en la punta sur de la isla: Milford Sound, un fiordo escoltado por inmensas paredes de roca que Rudyard Kipling ensalzó como la octava maravilla de la Tierra. La SH94, “la carretera más bella del mundo, pero también una de las más hostiles, con desprendimientos frecuentes, que hacen recomendable repostar e informase sobre su estado antes de partir”, les condujo al fiordo. La ensenada más septentrional del país kiwi se puede visitar en kayak o vuelos panorámicos, pero ellos decidieron hacerlo en crucero para ver, esta vez sí, delfines y ballenas jorobadas. De noche, disfrutaron de un sueño reparador en Cascade Creek Campsite entre altramuces rosados y lilas. Naturaleza intacta a un palmo de la mano, como en cualquier rincón de Nueva Zelanda.

Eduard Jiménez y Cristina Amador, en su furgoneta.


Eduard Jiménez y Cristina Amador, en su furgoneta.

Vías secundarias y naturaleza salvaje

 Pirineos

En una de sus primeras salidas a bordo de Merche, una furgoneta Mercedes Benz 609D del año 1989, Eduard Jiménez y Cristina Amador exploraron, siguiendo el trazado de la N-260, conocida como Eje Pirenaico, “el lado más salvaje del norte de España”. A lo largo de tres semanas y más de 500 kilómetros, aprendieron a “vivir con menos” en los ochos metros cuadrados revestidos de madera de pino y abeto junto a sus perros Goku y Vira.

La primera etapa les llevó de Figueres a Ripoll, atravesando el parque natural de la zona volcánica de la Garrotxa, un paisaje de pequeños pueblos que emergen donde antes lo hacía el magma. Visitaron Besalú y Castellfollit de Roca, cuyas mejores panorámicas se obtienen sin apenas desviarse de la carretera. En el primer caso, asomados al puente viejo que da entrada a la villa medieval. Y en el segundo, desde la pasarela-mirador sobre el río Fluviá, donde se aprecia cómo este diminuto pueblo encaramado a un risco basáltico desafía a la gravedad. Desde allí tomaron un desvío a la vecina Sadernes, un paraíso para escaladores con sus vertiginosas paredes de caliza y un conjunto de pozas de agua turquesa donde se dieron el primer baño del verano.

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Su primer encuentro con los Pirineos se produjo en la Collada de Toses, el tramo más peligroso de la N-260 que remonta la Sierra del Cadí Moxeró para descender hasta el valle de la Cerdanya, una bella comarca en el vértice entre Cataluña, Francia y Andorra. Toda una prueba de resistencia para Merche, su veterana furgoneta, que la superó sin contratiempos y a la velocidad justa para deleitarse con el imponente anfiteatro montañoso que abriga todo el valle. Viajar sin prisas es una de las máximas del turismo nómada. “Lo importante no es el destino, sino el camino recorrido”, asegura esta pareja catalana, que aprovechó su paso por estos frondosos valles de pinos rojos para comprar quesos y pa de fetge (un paté de campaña), en los tenderetes de productos ecológicos de Bellver de la Cerdanya y Martinet, dos pueblos recostados sobre la ribera del Segre, llana y arbolada, ideal para un picnic.

A partir de la Seu d’Urgell la N-260 se adentra en la travesía de los mil miradores, en el que cada recodo regala unas vistas maravillosas de las escarpadas sierras pirenaicas. Aunque la carretera se va estrechando según se funde con la montaña, “permite el paso de furgonetas de grandes dimensiones como la nuestra”. Siguiendo el curso ascendente del Noguera Pallaresa, entraron de lleno en el parque nacional de Aiguestortes, “un paisaje mágico donde hacer una de las rutas de senderismo más hermosas: Carros de Foc”. A pesar del cansancio, continuaron hasta Benasque (Huesca). A la entrada de este pueblo pirenaico, por 10 euros pudieron disponer de conexión eléctrica, agua potable y un sitio donde descargar las aguas residuales del depósito de su furgoneta. Benasque, en las faldas del Aneto, ofrece un abanico casi infinito de rutas senderistas, “pero si no eres un experto, es aconsejable utilizar las apps wikiloc y FatMsap, que describen la dificultad de cada una de ellas”. Eduard y Cristina eligieron el sendero circular que une Benasque con Cerler, acompañados de sus mascotas, siempre atadas, como exige la normativa de los parques naturales. Esa noche durmieron en la zona de picnic de la estación de esquí de Llanos del Hospital, cuidándose de no desplegar toldos, sillas ni mesas, lo que se considera acampar, que no está permitido. “Respetar el entorno es respetarse a uno mismo”.

En el horizonte de la carretera ya despuntaba Broto, un pueblo de la comarca aragonesa del Sobrarbe en el que establecieron el campamento base para conquistar Monte Perdido, el macizo calcáreo más alto de Europa. Tras cuatro kilómetros de ascensión, en la villa medieval de Torla, tuvieron que dejar la furgoneta y coger un autobús para llegar a la pradera de Ordesa, cerrada al tráfico privado en verano y punto de partida de rutas a pie hacia la mítica cascada de la Cola de Caballo. “Fue el único sitio adonde Merche no pudo llevarnos”.

La 'camper' de Íñigo Mendía, a su llegada a Cadaqués.


La ‘camper’ de Íñigo Mendía, a su llegada a Cadaqués.

Viaje intimista por la Costa Brava

Cataluña

Íñigo Mendía ha recorrido Australia y buena parte de Europa en seis furgonetas distintas. Pero, paradójicamente, una de las experiencias que más le ha marcado fue la que le llevó por un territorio cercano y familiar: la Costa Brava, donde siempre veraneó de niño. En 2017, tras pedir una excedencia en el trabajo, se lanzó a la aventura con su Volkswagen T3 del año 1986. Buscaba reencontrarse con sus recuerdos de infancia impregnados de sol, salitre y tramontana. Su ruta arrancó en Colliure, en el sudeste francés, donde estaba pasando unos días en casa de otro viajero solitario con el que había contactado a través de la plataforma Couchsurfing, que facilita el alojamiento en casas de personas con intereses similares. Poco antes de cruzar la frontera por el puerto de Coll dels Belitres (el mismo que atravesaron hacia el exilio miles de republicanos en la Guerra Civil española), un problema con la refrigeración del motor de su vieja camper -el único en casi 1.000 kilómetros de viaje- hizo que aprendiera la primera lección cuando se viaja solo: “intenta arreglar las cosas por ti mismo antes de pedir ayuda”.

La casa-museo de Salvador Dalí en Cadaqués.


La casa-museo de Salvador Dalí en Cadaqués. Getty Images

Al entrar en Girona le sedujo “la curiosa silueta que forman los canales de Empuriabrava en las fotos por satélite de Google Maps”, herramienta con la que improvisa sobre la marcha sus destinos. Dejó la furgoneta junto al mar y dio un largo paseo por este lujoso pueblo navegable. “Los apartamentos tenían unas terrazas en pleno canal muy apetecibles, aunque viajando en furgoneta, mi terraza es el mundo, no un canal lleno de turistas”, concluyó. Entonces puso rumbo a Cadaqués, tomando la carretera de montaña GI 614, que atraviesa la sierra de Rodes, un bosque mediterráneo de olivos, alcornoques y cipreses. A mitad de camino, se detuvo en un costado de la vía para contemplar una magnifica panorámica de la bahía de Roses. Al llegar al pueblo, le impresionó la luz que parecían irradiar las casas blancas adornadas con buganvillas. En el barrio de pescadores de Portlligat visitó la casa-museo de Salvador Dalí, y allí reflexionó sobre “su deseo de dejarlo todo y viajar sin fecha de vuelta”. Entre divagaciones se le fue el santo al cielo y se hizo de noche. Como él nunca recurre a cámpines, optó por dormir “perdido en plena naturaleza” en el parque natural del Cap de Creus, el punto más oriental de la península Ibérica. De esta forma pasó varios días, acompasando su actividad con la del sol, despertándose al amanecer y acostándose al ocaso. Dos comidas al día, mucho té, ejercicios de relajación y duchas de agua fría por la mañana eran sus rutinas básicas.

Más adelante recaló en las playas de Begur, con las islas Medas de fondo. Se bañó en las calas de Sa Riera y Aiguablava y completó un tramo de los Caminos de Ronda que jalonan todo el litoral de la Costa Brava, 130 kilómetros de antiguos senderos creados para vigilar el contrabando y que ahora unen pueblos pesqueros entre acantilados. Fueron unas jornadas cadenciosas, entre lecturas y baños, practicando el slow travel: “Ser consciente de cada minuto de tu vida y no vivir en piloto automático”.

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Panorámica del parque nacional de Yosemite, en California (EE UU).


Panorámica del parque nacional de Yosemite, en California (EE UU). GETTY IMAGES

Aventura por los parques nacionales

Estados Unidos

Han recorrido juntas 84 países combinando autostop, transporte público, alquiler de vehículos, cámpines, couchsurfing, hoteles…siempre con espíritu mochilero. Ainara Álvarez y Sonia P. Villarraga, que comparten viaje además de vida, dedicaron tres años a atravesar América, de Patagonia a Alaska. Y de esa gran travesía se quedan con los 10 días de ruta por el oeste de Estados Unidos: 1.500 kilómetros de valles, montañas, cascadas, desiertos y cañones.

En Craigslist, una web de anuncios clasificados, compraron “a precio de coche viejo” una Dodge Caravane equipada con una cama espartana y un hornillo de gas portátil. Practicaron con el cambio automático por las empinadas calles de San Francisco y, una vez se sintieron seguras, pagaron los 80 dólares del pase anual America The Beautiful para visitar los grandes parques nacionales. Antes de adentrase en Yosemite (California), llenaron el depósito de la Dodge y compraron comida en un Wallmart “porque dentro del parque la gasolina y los restaurantes son más caros”. El deshielo primaveral les regaló unas cascadas caudalosas entre enormes formaciones rocosas de granito como El Capitán, la más imponente de todas. A pesar de sus 1.700 kilómetros cuadrados de extensión, las visitas a este santuario natural suelen reducirse al valle, de tan solo 15 , “que se recorre en un día sin bajarse del coche salvo en distintas paradas programadas”. En una de ellas, pudieron dar una caminata por las praderas del valle guiadas por guardabosques. Se hacía tarde y no tenían donde dormir. La app Ioverlander les marcó en su móvil las coordenadas de un claro en el bosque fuera del parque para practicar boondocking (acampada libre), permitido en EE UU si no se bloquea ninguna vía pública. Pasaron la noche “un poco paranoicas” ante los numerosos letreros advirtiendo de la presencia de osos. Pero la realidad es que solo se cruzaron con turistas.

De nuevo en ruta penetraron en el parque nacional de las Secuoyas (California), “donde todo está organizado con la comodidad que tanto gusta a los californianos, con multitud de sendas que desembocan en el Giant Forest”, el hogar de estos árboles longevos. Aquí sintieron el latido de la Tierra al tocar la corteza de un metro de grosor del ejemplar más imponente de todos: el General Sherman, así llamado en honor a un militar de la Guerra de Secesión estadounidense.

Señal de la Ruta 66 en California.


Señal de la Ruta 66 en California.

Antes de abandonar la cordillera de Sierra Nevada, tomaron un desvío por la autopista 395 para visitar las Cascadas de Fósiles, una hilera de cañones de lava negra formados hace más de 20.000 años. Un paisaje desolador preludio de la inhóspita llanura del Valle de la Muerte (California y Nevada), cuyas altas temperaturas provocaron que el aire acondicionado de la furgoneta dejara de funcionar al poco de perderse por sus dunas. El calor se hizo casi insoportable cuando llegaron a la cuenca salina de Badwater, el punto más bajo de Norteamérica (86 metros bajo el nivel del mar) que recorrieron a pie. Muy cerca de allí está Artist’s Drive: una serpenteante carretera de 7 kilómetros en los que tras cada repecho emergen formaciones geológicas de una enorme variedad cromática: del azul verdoso de la esmeralda al marrón tostado del café. Aunque la acampada está permitida en zonas delimitadas del parque, previa obtención de un permiso, las condiciones extremas de este páramo de 7.800 kilómetros cuadrados les hizo decantarse por uno de los pocos, y muy cotizados, cámpines gratuitos. Tuvieron suerte de llegar temprano y encontrar sitio. Eso sí, sin ducha, como la mayoría de campamentos en parques nacionales.

En el último tramo del viaje fueron al encuentro de los grandes cañones del suroeste del país, un prodigioso catálogo de rocas y erosiones ideal para coleccionistas de paisajes como ellas. De camino al Gran Cañón (Arizona) completaron un trozo de la Ruta 66, una sucesión de gasolineras polvorientas, moteles destartalados y antiguos poblados del Oeste donde disfrutaron como nunca del placer de conducir mientras sentían el cosquilleo por la cercanía al Gran Cañón, cuya silueta imponente les dejó sin aliento. Dedicaron dos días a recorrerlo. En el primero completaron el south rim, el circuito más popular y con miradores más espectaculares. Al segundo día, aparcaron la furgoneta y descendieron hasta el lecho del río Colorado, “para sentir su verdadera dimensión al caminar entre sus enormes paredes verticales”. La monumentalidad solemne de las rocas les condujo después a Utah, un Estado que cuenta con formidables desfiladeros en sus cinco parques nacionales: Zion, Bryce, Capitol Reef, Canyonlands y Arches.

La basílica de Santa María, en la plaza del Mercado de Cracovia (Polonia).


La basílica de Santa María, en la plaza del Mercado de Cracovia (Polonia).

Tras el rastro del bisonte en el último bosque virgen de Europa

Polonia

Heber Longás, María Fernández y su pequeña Éire disfrutan conociendo mundo a bordo de una Volkswagen California T5, uno de los modelos más populares de camper, con dos camas, nevera, cocina, fregadero y armarios. Al poner rumbo a Polonia enseguida comprobaron que es un destino barato —“muchas comidas las solventamos por menos de 10 euros sin ensuciar la furgoneta”—, pero poco preparado para el veraneo itinerante.“No vimos ni un área de autocaravanas en un mes de viajey 2.000 kilómetros. Salvo alguna noche en el campo, el resto las pasamos en cámpines, que eran bastante asequibles”. Heber tenía ganas de conocer Bialowieza, el último bosque virgen de Europa a 250 kilómetros de Varsovia, en la frontera con Bielorrusia, que alberga la mayor población de bisonte europeo. Sabía que avistar algún ejemplar de estos poderosos ungulados es sumamente difícil en verano, cuando las llanuras están cubiertas de ortigas de dos metros de altura. “Tienes que esperarlos escondido en un observatorio desde antes del amanecer”, le recomendaron al llegar. En esta reserva de la biosfera el sol despunta a las 5 de la mañana, por lo que apenas durmió durante una semana. Tampoco descansó mucho su familia, porque a las siete el sol recalentaba el interior de la furgoneta y hacía muy difícil seguir durmiendo. “No me preguntes si llegué a ver bisontes”, ataja entre risas.

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Polonia flaquea en áreas de pernocta pero lo compensa con una red de cámpines baratos

Tras un comienzo tan intenso, optaron por una segunda parada más relajada, por lo que se dirigieron a Grundwald, también en el norte, para participar en un multitudinario festival medieval que se celebra en julio para recordar la victoria polaca en una de las batallas más feroces del medievo. “Festines de comida medieval, puestos de artesanía, torneos con arco, disfraces, armaduras, espadas…disfrutamos como enanos”. Y lo que más agradecieron es que se podía dormir con la furgo en una pradera con baños, agua y electricidad gratis. En la península de Hel dieron un largo paseo por la enorme lengua de arena que se adentra 35 kilómetros en las turbulentas aguas del Báltico, desplegando a su paso enormes y agrestes arenales. Heber pensó que así debió ser La Manga del Mar Menor antes de sucumbir a la furia constructora. Solo que aquí, a diferencia de la laguna murciana, “bañarse era para valientes”.

Una ración de zapiekanki.


Una ración de zapiekanki. Getty

 Al llegar a Varsovia comprobaron lo difícil que es visitar una gran ciudad en furgoneta. “Dormir en la calle puede ser peligroso, con poca intimidad y mucho ruido. Y los cámpines suelen ser malos, caros y alejados del centro”. Por eso, cuando pusieron rumbo al sur para conocer Cracovia, a orillas del río Vístula, decidieron aparcar la California y alquilar un apartamento por Airbnb en pleno centro. En cuatro intensas jornadas visitaron el castillo de Wawel, el Rynek Glowny, la mayor plaza medieval de Europa, y el barrio judío, donde probaron la especialidad local: el zapiekanki (media baguete cubierta con champiñones, jamón y queso).

Cuando se viaja con niños, debe haber momentos especiales para ellos. Y Wroclaw, 270 kilómetros al oeste de Cracovia, cerca ya de la frontera con Alemania, lo pone muy fácil. En lugares estratégicos de esta ciudad de canales y puentes de hierro hay repartidas 150 estatuas de enanitos. El juego consiste en dar con todas ellas, con la ayuda de un mapa que proporcionan en las oficinas de turismo. “A Éire le hizo sentirse mayor; planificaba la ruta (a su manera) y cuando encontraba al enano, su cabecita se inventaba un montón de historias”.

Culminaron su periplo con otro baño de naturaleza en las gargantas del río Dunajec, con un descenso en barcazas de madera por los rápidos que hacen frontera con Eslovaquia. Su temor inicial de haber caído en “una turistada”, por la multitud que esperaba para embarcar, se disipó en cuanto se adentraron en el río y disfrutaron de un paseo relajante abrigados por la belleza natural de los montes Pieninos.

El Meandro del Melero, en Las Hurdes (Cáceres).


El Meandro del Melero, en Las Hurdes (Cáceres). GETTY IMAGES

Meandros, pizarra y robles

Las Hurdes (Extremadura)

Al visitar Las Hurdes en 1913, Unamuno dijo que quien llega a la comarca cacereña lo hace para corroborar o desmentir su leyenda negra. Un siglo después, aquellos caminos embarrados, que también transitó Alfonso XIII, son bellas rutas a pie entre montes de robledales, brezales y castañares. Y las carreteras, una sucesión de curvas sin pausa, tienen la anchura suficiente para un viaje en autocaravana. Charo Conde y Carlos Miró, recién jubilados, pensaron que era el destino ideal para iniciar “la desconexión”, que es como llaman a su nueva vida a bordo de La Gaviota, una Benimar Tessoro con todas las comodidades. Llegaron de noche cerrada a Ovejuela, una de las 37 alquerías de este rincón de Extremadura donde la despoblación avanza irresistible. Al no existir áreas para autocaravanas, recurrieron a park4night, la app más popular para buscar acomodo en ruta, y estacionaron en el merendero a la entrada del pueblo, donde ya había otros dos vehículos como el suyo. “Intentamos hacer el menor ruido posible, el respeto al descanso ajeno es una norma no escrita entre los autocaravanistas”. A la mañana siguiente, desde esta alquería de pizarra negra tomaron un humilde sendero que les condujo, entre alcornoques, pinos y olivos, a la cascada de El Chorituelo, cuyas aguas caen desde 70 metros formando una poza, una de tantas donde darse un baño de agua fresca en este cuadrante de la España húmeda.

La Gaviota, en su ruta por Las Hurdes.


La Gaviota, en su ruta por Las Hurdes.

De vuelta en La Gaviota, pasaron de largo por Pinofranqueado, que, pese a su evocador nombre, apenas cuenta con piedra y pizarra, los dos elementos naturales que dan carácter a estos pueblos cacereños. En ruta por la comarcal CC-155 se toparon con un rincón apacible para un picnic “junto a varias colmenas donde las abejas fabricaban miel de encina, una de las riquezas de esta tierra de flores y plantas”. Caminando por las angostas callejuelas de Avellanar, una aldea con 12 vecinos, descubrieron la peculiar manera de construcción de las casas, apoyándose unas sobre otras, “una forma de aprovechar espacios difícil de ver en otras zonas de España”.

El respeto al descanso ajeno es una norma no escrita para la mayoría de autocaravanistas

A Casar del Palomero llegaron en el crepúsculo y se toparon con un problema habitual entre los autocaravanistas: “Buscar sitio para dormir cuando todos los gatos son pardos”. Al final dieron con un solar entre dos casas donde no molestaban a nadie. De Casar les atrapó el cruce de culturas presente desde las mismas placas de azulejo de sus calles: las del barrio judío, con una estrella grababa; las del árabe, con una media luna; y la del cristiano, con una cruz. Donde antes se levantaban una sinagoga y una mezquita ahora lo hacen sendas iglesias del siglo XVIII. En la Posada del Casar, un coqueto hotel rural que toma su nombre de la casona en la que se alojó Unamuno en ese mismo emplazamiento, degustaron una generosa ración de jamón de bellota, otro clásico de la zona.

Pero si hay un lugar que merece un alto en el camino ese es el Mirador de El Gasco, un kilómetro antes de llegar a la alquería del mismo nombre. Desde ese privilegiado promontorio, Carlos y Charo pudieron admirar, pese a la sequía del momento, el triple meandro que dibuja el río Malvellido, con sus bancales y terrazas donde los hurdanos plantan hortalizas, olivos y cerezos. En Asegur probaron una exquisitez local, la ensalada de limón serrano, a base de cítricos, chorizo y huevos, antes de tener que calzar por primera vez el vehículo para “conciliar el sueño sobre una plataforma de hormigón asomada a un barranco de más de diez metros”. A la mañana siguiente, participaron de un ritual muy hurdano, la matanza del cerdo, en el que los hombres despiezan al animal mientras las mujeres lavan las tripas en el río para hacer morcilla y chorizo. En esta Tierra sin pan, como la describió Buñuel casi 90 años antes, las hogazas llegan a diario en un coche que pita a la entrada del pueblo. Aprovecharon e hicieron acopio para el resto del viaje.

Antes de abandonar Las Hurdes visitaron Riomalo de Abajo, en cuyas cercanías está el lugar más fotografiado: el Meandro del Melero, un impactante capricho del río Alagón que se divisa en todo su esplendor desde el mirador de La Antigua, adonde se llega tras completar dos kilómetros de pista forestal. Asomados a este rotundo paisaje les vino a la mente la frase de Unamuno: “Si en todas las partes del mundo los hombres son hijos de la tierra, en Las Hurdes la tierra es hija de los hombres”.

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