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El ala rasgada


Se oye crepitar las ramas del magnolio del patio delantero.

El viento es suave y frío. Han dicho que por la noche llovería.

Anna, en la pequeña cocina del último piso del hostal, se mira las manos. Grietas secas entre los dedos. La piel le tira tanto que no puede apretar los puños sin que se le abra alguna hendidura y broten puntos de sangre. Las pone bajo el chorro de agua y se las lava durante veinte segundos.

Toda la compra que le trajeron ayer descansando sobre el mármol. La ha desinfectado durante una hora y todo desprende un olor a lejía tan fuerte que de vez en cuando siente un pinchazo en la nariz.


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Ya hace dos semanas que comenzó el confinamiento y no ha salido ni un día de su hostal. El primer día de cuarentena se marcharon los únicos huéspedes alojados.

Ella y su hijo de un año y medio se han solos solos en la casa.



Sólo hace unos meses que puso en marcha el hostal. Una antigua casa modernista. La reforma con todos sus ahorros y ahora resultó que empezaba a funcionar ”


Se arregló el último piso como vivienda y solo ha bajado dos veces a la entrada cuando el repartidor le ha traído la compra.

Ya hace unos días que le han anulado todas las reservas de Semana Santa.

Sólo hace unos meses que puso en marcha el hostal. Una antigua casa modernista. La reforma con todos sus ahorros y ahora resultó que empezaba a funcionar. Lo tuve claro cuando fue a visitarla. Situada a los pies de una colina, en las afueras de un pueblo bastante bonito, y cerca de la gran ciudad, sería un buen reclamo. La calle es poco transitada. Hay algunas casas separadas entre ellas y pequeños huertos.

Lo primero que arregló Anna fue el patio delantero. Mandó podar el magnolio y plantar rosales.

Se seca las manos y entra en el comedor. Amadeu juega en el suelo con un pájaro de peluche que tiene un ala algo rasgada y el pico mojado de babas.

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Anna se sienta en el sofá y se sube el jersey. Coloca a Amadeu sentado sobre el regazo y se desabrocha el sujetador. Con la mano izquierda se coge el pecho por debajo y lo sube un poco. Tres gotas de leche supuran del pezón granate. Amadeu comienza a chupar. Anna siente como la leche le registra los conductos del pecho. Contempla como el vientre de su hijo sube y baja. Perfecto Le pone la mano encima. No, no parece que se le hunda la barriga ni se le marquen las costillas a cada inspiración.

Le pasa un dedo por la mancha marrón y gigante que le cubre la mejilla izquierda y los alrededores del ojo.

Después de la cesárea, cuando le pusieron a Amadeu encima y Anna le vio la mancha con un pinchazo en el corazón. Con el pulgar le rascaba la mejilla, pero la mancha no se iba. Los brazos le empezaron a temblar y la comadrona tuvo que soportar al bebé. El grito le salió de más allá de los pulmones: ¿Qué le pasa? ¿Qué le pasa? La comadrona le acarició la mano. Es estético Sólo es estético. Será un niño especial.

Desde aquel instante, a Anna le dejó un tic en la mandíbula.



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(Mané Espinosa)




De repente, oye un ruido en el piso de abajo. Un rechinar largo. La espalda se le ha puesto rígida. La leche ha dejado de circular. Anna mira al pasillo. Al fondo, las escaleras. Deja de respirar para oír mejor. Nada Ahora solo se oye como el viento mueve las hojas del magnolio.

Amadeu se separa del pecho.

-Mamá.

Un chorro de leche le baja por la barbilla. Anna se fija en cuatro gotitas de sudor que tiene en la frente. Le pasa un dedo. ¿Está caliente? Abre el cajón de la mesilla junto al sofá y saca un termómetro. Tiene cuatro repartidos por todo el piso. Le baja un poco el cuello de la camiseta y le coloca el termómetro en la axila. Se fija como los números van escalando en la pantallita y el corazón le bombea tan fuerte que le duele el esternón. Paraca. Paraca.

36,2 Agave.



Coloca a Amadeu en la trona y enciende el televisor. Se sienta. Pincha un macarrón. En la pantalla, una explicación médica que se ha descubierto que otro posible síntoma del virus podría ser la conjuntivitis. De hecho, dados, podría ser de los primeros. El macarrón se le queda atravesado en la garganta. Se frota los ojos. Un recuerdo de esta mañana se le va apareciendo a mucha velocidad, sin cesar, como fotogramas de una película: ella ante el espejo, decidiendo que no se pondría las lentillas porque se notaba los ojos irritados. Amadeu la mira fijamente.

-¿Mamá?

Anna coge el móvil y se conecta a la aplicación que toda la población ha tenido que descargar. Pone su DNI. Marca que tiene conjuntivitis. Los datos se han guardado correctamente. Otra notificación: solo le queda un 2% de batería. De repente, a lo lejos, oye las notas de un acordeón. Y aplausos. Mira el reloj. Son las ocho.

Abre los postigos del pequeño balcón de su habitación. Hace un poco de frío. Acaricia el jersey de Amadeu. ¿Quizá va poco abrigado? Aprieta con fuerza al niño contra sus costillas y él abraza aún con más fuerza el pájaro de peluche. Anna se acerca a la barandilla todavía oxidada. Las hojas del magnolio se mueven a un palmo de sus caras. En medio de los aplausos y la melodía, suena una alarma del móvil. Anna se lo saca del bolsillo. Es una notificación de la aplicación. Deja en el suelo a Amadeu que se acerca a los barrotes, se agarra y comienza a flexionar las piernas para seguir el ritmo de la música. Anna toca la pantalla y le aparece un recuadro: Alerta. Se tiene que poner en cuarentena. Hace menos de una hora que hemos detectado que ha estado en contacto con una persona infectada. Anna aprieta los dientes porque el tic de la mandíbula le rebota con fuerza. El estómago se le ha empequeñecido tanto que la cena le sube por el esófago. De repente, oye un portazo demasiado cerca. Se gira con la respiración acelerada. Amadeu ha vuelto a entrar en la habitación y ha cerrado los postigos del balcón. Golpea el cristal con las manos, contento. Vuelve a golpear, y a golpear.



Hasta que golpea el pomo de la puerta y lo bloquea.



Un recuerdo de esta mañana se le va apareciendo a mucha velocidad, sin cesar, como fotogramas de una película: ella ante el espejo, decidiendo que no se pondría las lentillas porque se notaba los ojos irritados ”


Anna corre a la puerta dando un grito ahogado. Mueve un postigo. Imposible Coloca los dedos en el resquicio que hay entre los dos postigos. Con fuerza. Nada Amadeu sigue golpeando los cristales, risueño. Le cae la baba por la comisura de los labios. La mancha marrón de la mejilla. El ojo brilla.

-¡Mamá!

Anna le señala el pomo.

–¡Aquí, aquí! ¡Levanta esto!

Amadeu imita los movimientos de brazos de su madre, divertido. Anna vuelve a intentar mover la puerta. Se da cuenta de que en el suelo del balcón está el pájaro de peluche.

El ala rasgada. El pico húmedo.

Y de repente, oye una tos seca. Adulta Muy cerca del balcón. Otra tos. Profunda Anna siente que sus ojos hierven. Las rodillas le tiemblan. Se acerca a la barandilla. En el piso de abajo, en la habitación que hace esquina y que tiene el balcón mayor, se ha encendido una luz. Y otra tos. Siente un escalofrío en el coxis que le hace doblar las piernas. Se gira. Amadeu ya no está en la habitación. Se acerca al cristal. Lo empaña.



–¡Amadeu! ¡Amadeu!

El grito le sale sin fuerza. Mueve la cabeza. No no no no. Vuelve a poner las puntas de los dedos en la rendija de los postigos. Aprieta los dientes y hace toda la fuerza que es capaz. Como el último intento de empujar antes de que le dijeran que le habrían de hacer una cesárea. Se le parten las puntas de los dedos y la pintura blanca de los postigos se tiñe de sangre.

Mira el móvil. Ya no le queda batería. Necesita ayuda. Mira al patio. Está muy alto. Se fija en la rama del magnolio. Se acerca a la barandilla, pasa una pierna, después la otra y se pega a la rama. Oye un crujido. Avanza con las manos, haciendo fuerza. El cuerpo le cuelga hasta que los pies detectan otra rama. Se agacha. Se abraza a la rama y reptando se acerca al tronco. Anna va bajando y la corteza le araña las piernas, los brazos, la barbilla. Nota el sabor de la sangre entre los dientes. Y salta. Mira arriba. La luz de la habitación que hace esquina sigue encendida. Cruza el patio, abre la puertecita de hierro y se pone a correr. La calle está desierta. No hay nadie en las ventanas ni en los balcones.



Se acerca a la barandilla, pasa una pierna, después la otra y se pega a la rama. Oye un crujido. Avanza con las manos, haciendo fuerza ”


El acordeón tiene paradoja de tocar. En vez de aplausos se oye a gente cantar. Llega al centro del pueblo. Las luces de las casas están apagadas. El aire frío le entra directamente en los pulmones. En el fondo de la calle principal ve banderolas y luces de colores.

Empieza a sonar un chachachá. Se oyen carcajadas.

Y llega a la plaza. Se detiene de golpe. Dobla la espalda y coloca las manos sobre las piernas. El vientre se mueve frenético. La plaza está llena de gente bailando. Unos están haciendo una conga. Una orquesta sobre el escenario. Anna mueve la cabeza diciendo no. Grita

–Necesito ayuda. ¡Ayuda!

La conga se ha detenido. Algunas parejas dejan de bailar. Un chico joven se acerca a Anna. Le mira su vestido arañado. Los arañazos en sus brazos. La sangre en su mejilla.

–¿Se encuentra bien?

Un grupo de personas también se acerca.

–Necesito ayuda, por favor. –Señala la calle–. Soy la propietaria del hostal. Mi hijo se ha quedado encerrado dentro, con alguien. Hay alguien ¡Sólo tiene un año y medio!

El chico mira a las otras personas que también se miran entre ellas sorprendidas y preocupadas.

–¿Un niño … de un año y medio?

Anna los mira y rompe a llorar.

–¿Qué hacéis aquí? Estamos en cuarentena. ¡Hay una pandemia!

El chico da un paso atrás, mira a la mujer que tiene el lado. Aprieta los labios y niega con la cabeza.

–Hace muchos años de eso. Muchos. ¿Se encuentra bien? ¿Necesita algo?

–Acompañadme al hostal. Por favor.

–¿Qué hostal?

Finalmente se ha puesto a llover. Una mujer abraza a Anna con una chaqueta porque está temblando. El chico pulsa el timbre que hay al lado de la puertecita de hierro. Anna ve cómo la luz de la habitación que hace esquina y que tiene el balcón mayor se apaga. Al cabo de un minuto, abre la puerta un hombre de unos cuarenta años. Cruza el patio y se detiene a la mitad. Tose Anna se agarra con fuerza a la chaqueta cuando ve que el hombre tiene una mancha marrón en la mejilla y en el ojo.

–Perdonad, no me acerco más que estoy con un virus. ¿Qué pasa?

El chico señala a Anna.

–Eh, Amadeu, esta señora mayor dice que vive aquí, que esto es un hostal y que su hijo se ha quedado dentro. Está muy y muy nerviosa.

Anna se encuentra dentro de una ambulancia aparcada ante la casa modernista. La lluvia repiquetea con fuerza el parabrisas. Un enfermero abre la puerta de atrás. Sonríe

–Ya hemos podido contactar con la residencia donde vive. Ahora la llevaremos allí. ¿Está más tranquila?

Amadeu abre la puerta del copiloto. Se sienta.

Antes de que el enfermero cierre la puerta, Anna se fija en que en el balcón pequeño del último piso está el pájaro de peluche.

Mueve el ala rasgada.

Y la otra

Y venta volando.


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